Por fin te tengo en mis brazos, mi pequeña Aroa. Después de tanto tiempo esperándote, por fin has llenado mi vida, mi corazón, todo mi ser.
Tu llegada no fue fácil. Los médicos dijeron que tenía poco líquido amniótico y esto podía perjudicarte, así que ayer comenzó todo:
Había que adelantar tu llegada. Así que toda la noche estuviste dando muestras de querer salir, pero la espera se hacía eterna. Tu ventana al mundo era tan sólo de 1 cm y parecía no querer abrirse más.
Ya por la mañana, tuvieron que ponerme oxitocina; así que todo empezó a ir más deprisa: mis piernas no paraban de temblar, no sé si de dolor, de miedo, de ansiedad por verte, por saber si serías niño o niña. La emoción me embargaba.
Me enseñaron la forma correcta de empujar para ayudarte a salir, así que comenzaste a asomar. Ya veían tu cabecita, pero muchas manos pasaron por mí (ya no sé si me dolía más esto que las contracciones) y también sobre ti. No sabían cómo estabas colocada, y yo me preguntaba qué estarías sintiendo, con un montón de manos desconocidas palpando tu cabecita.
Llegaron a la conclusión de que tenías la cabeza chiquitita y venías con ella algo torcidita. Así que ya en la sala de partos, hubo que hacer episiotomía y usar espátulas. Evidentemente este no estaba siendo el parto que yo había soñado. Pero no me importó, yo sólo quería que salieses bien y tenerte en mis brazos.
Así que empujé, empujé todo lo que mi cuerpo cansado y sin fuerza me dejó. Una vez, y otra, y otra más y ... Por fin saliste. No sé describir esa sensación. Por una parte, noté como si me despojase de una pesada carga. Pero por otro lado, fue como si me arrancaran una parte de mi. Habían roto el lazo que nos unía, lo que hacía que tú y yo fuésemos una sóla. Y sentí una mezcla de alegría y tristeza.
Entonces me dijeron que eras una niña. La verdad es que esto era lo que menos me importaba en ese momento. Yo sólo quería verte y saber que estabas bien. Te pusieron sobre mí, y yo no dejaba de repetir "mi niña, mi niña".
Tras pesarte y medirte (3,010 kg y 51 cm), te pusieron en brazos de papá. Jamás olvidaré su cara en ese instante. Comenzaron a coserme el corte de la episiotomía. Me dolía horrores. Pero yo te miraba en brazos de papá y me derretía con esa estampa. Cuánto estaba disfrutando de ese momento.
Pero lo más difícil llegaría después.
De vuelta a la habitación, tú estabas cogida a mi pecho, aprendiendo a mamar. Es increíble cómo supiste hacerlo sin que nadie te enseñase. Ahí comencé a entender algo más sobre la maternidad: que las cosas fluyen por sí solas.
Yo no podía dejar de mirarte pero, no sé porqué razón, de repente algo comenzó a no ir bien. Empecé a marearme, sin casi poder moverme, a punto de perder el conocimiento. Papá se había ido a comer y la abuela Ali, que estaba con nosotras, llamó enseguida a las enfermeras. Ellas mismas se asustaron con lo que pasaba: yo me iba, me iba si no ponían remedio inmediatamente.
En el parto había perdido mucha sangre, pero ahora una tremenda hemorragia que nadie había intuído, me estaba llevando de tu lado. Mi tensión era 4 de mínima y 6 de máxima, el útero no quería volver al sitio. Tuvieron que ponerme dos bolsas de sangre. Y, mientras tanto, yo sentía como te ibas separando de mí. Sin poder moverme ni articular palabra, me entró pánico. El hecho de pensar que podía dejarte sóla después de haberte deseado tanto, me provocaba un pavor indescriptible. Y a punto estuve de desistir.
Pero, afortunadamente, después de la transfusión de sangre y de no sé cuántos masajes en mi barriga para conseguir la involución del útero, mi cuerpo comenzó a reaccionar. Y una sensación de que había comenzado a vivir de nuevo llenó mi ser. Se puede decir que ese día nacimos tú y yo.
Entonces te sentí en mi pecho, mamando y durmiendo a la vez. Me impregné de tu olor. Recorrí cada parte de tu rosada carita. Acaricié tus minúsculos y alargados dedos (como los míos, pensé). Lloré, ahora de felicidad.
Y, de repente, me di cuenta de que eras mi gota de rocío que, deslizándose suavemente por el surco de una hoja y permitiendo que el reflejo de los primeros rayos de sol hiciesen brotar de ti un abanico de colores, se había posado sobre mí para refrescar mi ser e iluminar mi vida.
Bienvenida, mi preciosa Aroa.
Tu llegada no fue fácil. Los médicos dijeron que tenía poco líquido amniótico y esto podía perjudicarte, así que ayer comenzó todo:
Había que adelantar tu llegada. Así que toda la noche estuviste dando muestras de querer salir, pero la espera se hacía eterna. Tu ventana al mundo era tan sólo de 1 cm y parecía no querer abrirse más.
Ya por la mañana, tuvieron que ponerme oxitocina; así que todo empezó a ir más deprisa: mis piernas no paraban de temblar, no sé si de dolor, de miedo, de ansiedad por verte, por saber si serías niño o niña. La emoción me embargaba.
Me enseñaron la forma correcta de empujar para ayudarte a salir, así que comenzaste a asomar. Ya veían tu cabecita, pero muchas manos pasaron por mí (ya no sé si me dolía más esto que las contracciones) y también sobre ti. No sabían cómo estabas colocada, y yo me preguntaba qué estarías sintiendo, con un montón de manos desconocidas palpando tu cabecita.
Llegaron a la conclusión de que tenías la cabeza chiquitita y venías con ella algo torcidita. Así que ya en la sala de partos, hubo que hacer episiotomía y usar espátulas. Evidentemente este no estaba siendo el parto que yo había soñado. Pero no me importó, yo sólo quería que salieses bien y tenerte en mis brazos.
Así que empujé, empujé todo lo que mi cuerpo cansado y sin fuerza me dejó. Una vez, y otra, y otra más y ... Por fin saliste. No sé describir esa sensación. Por una parte, noté como si me despojase de una pesada carga. Pero por otro lado, fue como si me arrancaran una parte de mi. Habían roto el lazo que nos unía, lo que hacía que tú y yo fuésemos una sóla. Y sentí una mezcla de alegría y tristeza.
Entonces me dijeron que eras una niña. La verdad es que esto era lo que menos me importaba en ese momento. Yo sólo quería verte y saber que estabas bien. Te pusieron sobre mí, y yo no dejaba de repetir "mi niña, mi niña".
Tras pesarte y medirte (3,010 kg y 51 cm), te pusieron en brazos de papá. Jamás olvidaré su cara en ese instante. Comenzaron a coserme el corte de la episiotomía. Me dolía horrores. Pero yo te miraba en brazos de papá y me derretía con esa estampa. Cuánto estaba disfrutando de ese momento.
Pero lo más difícil llegaría después.
De vuelta a la habitación, tú estabas cogida a mi pecho, aprendiendo a mamar. Es increíble cómo supiste hacerlo sin que nadie te enseñase. Ahí comencé a entender algo más sobre la maternidad: que las cosas fluyen por sí solas.
Yo no podía dejar de mirarte pero, no sé porqué razón, de repente algo comenzó a no ir bien. Empecé a marearme, sin casi poder moverme, a punto de perder el conocimiento. Papá se había ido a comer y la abuela Ali, que estaba con nosotras, llamó enseguida a las enfermeras. Ellas mismas se asustaron con lo que pasaba: yo me iba, me iba si no ponían remedio inmediatamente.
En el parto había perdido mucha sangre, pero ahora una tremenda hemorragia que nadie había intuído, me estaba llevando de tu lado. Mi tensión era 4 de mínima y 6 de máxima, el útero no quería volver al sitio. Tuvieron que ponerme dos bolsas de sangre. Y, mientras tanto, yo sentía como te ibas separando de mí. Sin poder moverme ni articular palabra, me entró pánico. El hecho de pensar que podía dejarte sóla después de haberte deseado tanto, me provocaba un pavor indescriptible. Y a punto estuve de desistir.
Pero, afortunadamente, después de la transfusión de sangre y de no sé cuántos masajes en mi barriga para conseguir la involución del útero, mi cuerpo comenzó a reaccionar. Y una sensación de que había comenzado a vivir de nuevo llenó mi ser. Se puede decir que ese día nacimos tú y yo.
Entonces te sentí en mi pecho, mamando y durmiendo a la vez. Me impregné de tu olor. Recorrí cada parte de tu rosada carita. Acaricié tus minúsculos y alargados dedos (como los míos, pensé). Lloré, ahora de felicidad.
Y, de repente, me di cuenta de que eras mi gota de rocío que, deslizándose suavemente por el surco de una hoja y permitiendo que el reflejo de los primeros rayos de sol hiciesen brotar de ti un abanico de colores, se había posado sobre mí para refrescar mi ser e iluminar mi vida.
Bienvenida, mi preciosa Aroa.
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