Sandra había nacido en el seno de una familia humilde. Pero, pese a las carencias y dificultades, era una familia feliz. Mamá trabaja en casa, en el campo, cuidando a los animales ... y papá se pasaba el día subido a los andamios. Pero al final del día, ambos se sentaban al calor de la lumbre de la chimenea de su pequeña casita de aldea. Mamá daba el pecho a Sandra, sentada en la mecedora que su marido le había hecho, mientras éste le contaba cómo le había ido el día. Seguidamente, los tres se iban a dormir, compartiendo los tres la misma cama, aquella cama que siempre olía a hierba seca y que había visto nacer a Sandra.
Y así pasaban los días, uno tras otro. Sandra disfrutaba cada segundo con su madre, observándolo todo desde su posición privilegiada, atada a mamá con un manto verde salpicado de flores amarillas y violetas, y alimentándose de su pecho cada vez que lo necesitaba. Todo parecía perfecto.
Pero una tarde, mientras mamá seleccionaba los dorados granos de maíz, alguien trajo malas noticias. Sandra no supo en ese momento qué había sucedido. Tan sólo vió cómo mamá se dejó caer de rodillas, llorando desconsoladamente, rota de dolor, abrazada a su pequeña. Y desde entonces, papá nunca más regresó a casa.
Mamá tuvo que ponerse a trabajar en la fábrica, mientras Sandra quedaba al cuidado de una amable vecina. Mamá continuó siendo tan dulce y cariñosa con su niña como siempre, pero tuvo que dejar de amamantar: el cansancio y la falta de horas de sueño pudieron más.
Sandra fue creciendo bajo la protección, el amor y los buenos consejos de su madre. Estudió en los mejores colegios, pese a que apenas podían llegar a fin de mes. Y, gracias a las enseñanzas que había recibido, a su tesón, y a las ganas de ver a mamá fuera de aquella fábrica que la consumía, llegó a ser consejera de una importante empresa de la ciudad, desafiando así a las normas no escritas redactadas bajo la pluma del machismo.
Pero un día, mamá se puso enferma, una enfermedad con la que llevaba luchando desde hacía varios años y que, finalmente, parecía que iba a ganar la batalla. Era un día de primavera, el sol acariciaba con sus rayos los primeros brotes de los árboles que crecían alrededor de la casita de aldea, y el aire olía a rosas y jazmín. Sandra estaba sentada en la mecedora, con la mano de su madre entre las suyas. Mamá parecía dormida, pero en medio de sus sueños, abrió los ojos y dijo a su pequeña:
- Querida hija, mamá estará siempre contigo, en tu corazón. Vayas donde vayas, pon primero la mano en tu corazón, búscame si me necesitas y después, camina con paso firme. Cuando seas madre, no te olvides de que para ese nuevo ser tú serás lo más importante. Imprégnale de todos los olores que tengan significado para tí, porque esos no los perderá jamás.
Y así, con las manos entrelazadas, Sandra vió como la voz de su madre se apagó, con el rostro tranquilo, iluminado con una luz especial.
Sandra tuvo que continuar con su vida. Pero cada día, recordaba las palabras de su madre, sin entender del todo parte de su mensaje. Pero el traer a su mente aquel momento, le hacía disfrutar de un ratito con su adorable mamá. La sentía cerca, guiándola como hacía de pequeña cuando comenzaba a dar sus primeros pasos.
Y los años pasaron. Sandra se casó y tuvo un hijo. Había formado su propia familia y ahora entendía el verdadero significado de la maternidad. Recordaba todas y cada una de las enseñanzas de su madre. Y, por eso, decidió dejar la empresa en la que trabajaba. Su marido no ganaba demasiado pero el dinero, a fin de cuentas, tampoco era lo más importante.
David, su pequeño tesoro, iba camino de cumplir los dos años. Ambos seguían disfrutando de la lactancia, pese a los comentarios desafortunados y faltos de argumentos de los demás. Sandra se había llevado la vieja mecedora de su madre a su pisito del centro de la ciudad. Y allí se encontraba, con su niño en brazos, reclamando el pecho, cuando éste le preguntó:
- ¿A qué huele mamá?
- No lo sé mi niño - contestó Sandra con una sonrisa - Díme tú, ¿a qué huelo?
- ¡A teta! - respondió David entre risas.
Entonces, las últimas palabras de su madre volvieron a la mente de Sandra. Entonces comprendió todo el mensaje y, por una extraña razón, la habitación desprendió un olor a flores de primavera mezclado con el olor a madera quemada y a humo de chimenea de una vieja casita en la aldea.
Sandra sonrió, feliz, mientras varias lágrimas recorrían sus mejillas. Besó a su hijo en la frente, le acarició suavemente y éste atrapó entre sus manitas el pecho de su madre y se puso a mamar plácidamente.
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