"En junio de 2005, cuando me quedé embarazada de mi hijo mayor, lo tenía claro: quería amamantar. Por desgracia, no pudo ser. Mi madre falleció dos meses antes de que yo diera a luz, y creo que eso afectó seriamente mis niveles de prolactina; el resto lo hizo una mezcla de ignorancia, inexperiencia, miedo y malos consejos.
En diciembre de 2009, cuando volví a quedarme embarazada, tuve claro de nuevo que iba a darle el pecho a mi bebé. Y esta vez, estaba decidida a conseguirlo.
Pasé buena parte del embarazo recopilando información sobre lactancia, posturas, técnicas, posibles problemas y soluciones, leí y releí "Un regalo para toda la vida" hasta casi aprendérmelo de memoria. Pensaba que la información es la clave de todo, que ya poseía toda la información necesaria, que todo iba a ser fácil, solo tenía que ponerme al bebé al pecho nada más nacer y la naturaleza haría el resto.
Pasé las primeras horas con mi hija recién nacida tumbada sobre mi pecho, mientras la habitación se llenaba de visitas y las primeras críticas no se hacían esperar ("¿qué haces con la niña encima todo el rato? La niña hay que dejarla en la cuna y ponerla al pecho solo cuando le toca".)
A decir verdad, desde el principio tuve la sensación de que algo no marchaba bien. Por lo que había leído, pensaba que la niña iba a querer estar enganchada al pecho a todas horas, pero no era así: apenas se cogía, chupaba durante un par de segundos y a continuación se soltaba. Se lo comenté al personal del hospital, pero me tranquilizaron diciéndome que era normal, que el bebé solo mamaría unas pocas gotas de calostro, y estas serían suficientes para alimentarle.
De vuelta a casa, esperé ansiosamente la subida de leche, comprobando compulsivamente mis pechos una y otra vez. Viejos recuerdos afloraron a mi memoria: mis pechos vacíos, mis intentos de sacarme leche con un extractor, las pocas gotas que conseguía tras media hora de tortura, mi hijo llorando de hambre, todo el mundo diciéndome que renunciara porque yo no tenía leche, los suplementos de fórmula que acabaron por ganar la partida.
Pero esta vez fue diferente. La segunda noche empecé a notarme los pechos más calientes, más llenos. Pensé que ya no habría ningún problema, que por fin podría conseguir mi deseada lactancia.
En realidad, los problemas no habían hecho más que empezar. La niña lloraba mucho, apenas dormía, le ofrecía el pecho a todas horas pero no se enganchaba. Tres días después fuimos a la clínica donde nació para que le realizaran la prueba del talón y pedí que la pesaran. Al principio se negaron, dijeron que tenía buen aspecto y nos recomendaron ir a urgencias en caso de dudas; ante mi insistencia, acabaron pesándola, y descubrí con horror que había perdido 700 gramos, casi un 20% de su peso al nacer.
De camino a casa con un biberón de leche de fórmula que nos dieron, me sentí la peor madre del mundo porque había estado a punto de matar de hambre a mi hija. Por un momento pensé que se había acabado todo, que tendría que darle ese biberón, y luego otro y otro, como ya me había ocurrido con mi hijo mayor.
Es difícil explicar lo que se siente a quien no haya pasado por algo similar. Cuando pones toda tu ilusión y tu lactancia fracasa, nadie se para a escucharte, pero todo el mundo acude a ti con palabras de falso consuelo. Siempre hay almas caritativas que intentan levantarte el ánimo enumerando las supuestas ventajas del biberón, y entre ellas nunca suele faltar la de "es muy cómodo porque se lo puede dar cualquiera, así tú descansas o te diviertes". Te dicen que deberías alegrarte por poder hacer lo que hace cualquiera, ya que no has podido hacer lo que solo una madre puede hacer.
Ya lo había vivido, y me volvió a ocurrir.
Al principio los sentimientos fueron muy confusos, una mezcla de preocupación, miedo, incredulidad, culpabilidad, impotencia, derrota, tristeza y rabia, todo ello junto a una curiosa sensación de dejà-vu: otra vez, no. Luego llegaron las ganas de luchar, de imponerme al destino, y con ellas las largas horas que pasaba sacándome leche hasta rellenar un biberón mientras al mismo tiempo atendía a la peque o jugaba con mi hijo, con los mismos pensamientos rondando por mi cabeza sin parar.
Las críticas, crueles como siempre, resonaban en mis oídos: "no puedes", "no sabes", "la otra vez no pudiste, ahora tampoco podrás", "si no lo has conseguido hasta ahora es que es imposible, no te obsesiones, dale el biberón".
Dejé de hablar del tema, todos los días después de llevar a mi hijo al colegio me encerraba en casa con la peque, piel con piel, esperando un milagro, conociéndonos, descubriéndonos, aprendiendo a luchar, a sentir, a sufrir juntas.
Las críticas seguían, impertérritas: "no te encierres en casa todo el día, tienes que llevar a la niña al parque, lo mismo que las intromisiones: ¿cuándo le toca? ¿le toca comer? ¿le das el bibe, no? Trae, que se lo doy yo".
Los primeros dos meses fueron muy duros. Los avances eran muy pocos, iba de un grupo de apoyo a otro, de un médico a otro pidiendo ayuda, buscando una explicación. Cada uno tenía una teoría diferente y me dejaba más confundida que antes.
De repente un día, casi a finales de noviembre, ocurrió el milagro por el que tanto había rezado: mi bebé se enganchó al pecho que le ofrecía, pero en vez de soltarse a los pocos minutos siguió mamando. Lo hizo durante una hora y ocho minutos: lo sé porque no podía despegar los ojos del reloj. Ese mismo día no volvimos a lograrlo, pero sí al día siguiente.
Poco a poco, las tomas fueron aumentando en duración y frecuencia. Irónicamente, este avance también significó el fin de la lactancia materna exclusiva que habíamos logrado hasta entonces: la niña mamaba a todas horas, yo ya no tenía tiempo de sacarme leche porque se ponía nerviosa, también tenía que atender a mi hijo mayor y encargarme de la casa. Empezamos a suplementar con fórmula: al principio un refuerzo después de cada toma, poco a poco los fuimos reduciendo.
A día de hoy, confieso que no los hemos abandonado del todo. Algunos días no los necesita, otros sí. Me planteo incluso que ese biberón que todavía se nos resiste pueda ser psicológico, que responda a nuestra propia necesidad, mía y de mi marido, de comprobar con nuestros ojos a través de las rayitas que la peque está bien alimentada. Por otra parte, en ocasiones llora y no encontramos la causa. Sé que parezco novata, que a lo mejor solo es cuestión de seguir investigando, que puede haber múltiples razones. Pero a veces se pone a llorar, le doy teta, teta y más teta hasta que no quiere más; al rato vuelve a llorar e intento jugar con ella o animarla, pero sigue llorando; trato de que duerma y vuelve a llorar; me pregunto si son gases, dolor de tripa, aburrimiento, estrés... pero nada funciona, sigue llorando o al rato vuelve a hacerlo. Entonces se toma el biberón y se queda tranquila.
He pensado en volver a sacarme leche. La cantidad que toma no es mucha y si yo la tengo, comprobaré con mis propios ojos que dispongo de ella y me animaré a tirar el biberón a la basura; si no la tengo, en cuestión de días empezaré a producirla.
No he renunciado, pero ya no tengo prisa. Simplemente, llevo 3 meses intentando llegar hasta la cumbre de una montaña, todavía me faltan unos pocos metros y quiero parar para descansar un poco. Porque de tanto subir, no he tenido tiempo de ver lo bonito que es el paisaje.
Ya no oigo voces, ni críticas, ni consejos no solicitados. Aún no lo hemos logrado del todo pero he conseguido lo que les parecía imposible, y ahora me miran con extrañeza, con asombro.
A nivel anímico, mi viaje ha terminado. Las que hayáis pasado por una relactación, o la habéis presenciado, estaréis de acuerdo conmigo en que psicólogicamente es durillo. Sin embargo pienso que siempre se puede aprender algo, y este revés me ha dado también la oportunidad de crecer como persona, de conocerme mejor a mí misma, de descubrir facetas que desconocía y de sorprenderme con otras que creía ya olvidadas.
También he tenido la oportunidad de revivir mi anterior fracaso en la lactancia. He podido reabrir las viejas heridas y he conseguido curarlas. Ahora han cicatrizado, siempre estarán allí pero ya no me duelen.
Durante todos estos años no he parado de preguntarme cómo habría sido mi relación con mi hijo mayor si hubiera podido darle el pecho. Evidentemente, si lo hubiera conseguido, habría contado con ciertas ventajas, por lo menos a nivel nutricional e inmunológico. Pero lo que realmente me interesaba era saber qué nos habíamos perdido a nivel emocional y afectivo. La verdad es que no lo sé, que nunca lo sabré. Pero también me he reconciliado con la vida en ese sentido. Antes mi hijo pensaba que todos los bebés tomaban biberón, ahora, tras verme sacarme leche y darle teta a su hermana infinidad de veces, sabe que hay bebés que toman pecho. Alguna vez quiere hacer el "juego de la teti" y se me engancha. No saca nada, no sabe mamar, quizás nunca supo o quizás lo olvidó hace mucho. Pero nos une una corriente de amor que va mucho más allá de la leche. Ha probado mi leche, ha saboreado unas gotas. No le gusta, pero la ha probado.
Así que al fin y al cabo, quizás no nos hayamos perdido nada, ni ahora ni entonces. Decir lo contrario sería pensar que, si las cosas hubieran sido distintas, mi relación con él ahora sería mejor, o que él sería de algún modo diferente, y mi hijo no podría ser mejor de lo que es.
Miro a mi hijo mayor y veo a un niño entrañable, bondadoso, responsable, maduro, reflexivo, razonable, simpático, alegre, altruista, lleno de empatía y de buenos sentimientos. Y sí, le he criado a biberón pero se lo he dado con amor, sentándole en mi regazo, rodeándole con el otro brazo, manteniendo el contacto visual y cubriéndole de besos cuando terminaba. Durante todo este tiempo siempre pensé que la lactancia iba a ser, entre otras cosas, una forma de crear ese vínculo tan soñado, y por fin me doy cuenta de que ese vínculo siempre ha estado allí.
Llegados a este punto, no quiero dar la impresión de haberlo conseguido yo sola. Nada más lejos de la realidad. Es más, si no hubiera contado con el valiosísimo apoyo y con la inestimable ayuda de muchas personas, esta historia no habría podido ser contada. Desde aquí, les quiero agradecer públicamente todo lo que han hecho por mí:
- A mi princesita: yo he puesto la teta, pero tú has puesto las ganas y la determinación. Sin ti no lo habría conseguido: juntas nos vamos a comer el mundo. Te quiero preciosa.
- A mi hijo mayor, mi ranita salvaje de los bosques: gracias por tu paciencia, tu madurez, tu comprensión. Eres el mejor hijo que una mamá puede tener. Te quiero hasta el infinito y más allá.
- A mi marido: gracias por estar a mi lado, por enseñarme que existen muchas formas de amar, por intentar protegerme de todo, incluso de mí misma. Ad astra per aspera. Te quiero más de lo que imaginas.
- A Núria: gracias por tu tiempo, tus conocimientos, tu cariño. Sin ti no solo no lo habría logrado, no habría empezado siquiera.
-A Rafi y a todas las moderadoras de DSLL: gracias por acompañarme en este proceso, por reír y llorar conmigo, por escuchar, aconsejar, acompañar y sobre todo por estar allí. ¡Y yo que pensaba que era hija única!
- A Mon, por todo lo anterior y por haber aguantado la respiración todo este tiempo, por creer que mi historia merecía ser contada y por darme la oportunidad de verla publicada.
- A mi padre por ser un aliado inesperado, por animarme a luchar por mis ideales y a ir contra corriente.
- A Claudia por creer en lo que haces, por demostrarme que no estaba loca. Un día me pasaré para contártelo en persona.
- A Kika por el empujoncillo final.
Es curioso, pero también debo un agradecimiento a los criticones y a los detractores de siempre: si me hubieran apoyado, el miedo a no estar a la altura me habría hecho fracasar. En cambio, se empeñaron en demostrarme que si no se puede, no se puede, y yo quise demostrarles que querer es poder. La rabia fluía dentro de mí y se transformaba en obstinación, que junto a una pizca de locura era justamente lo que necesitaba para seguir adelante: la única batalla que se pierde es la que se abandona.
Si habéis leído hasta aquí, espero que mi historia no os haya dejado indiferentes. Por mi parte, no pretendo dar lecciones ni mucho menos. Tengo entendido que lo que me ha ocurrido es más frecuente de lo que parece. Pero para mí es algo único, porque es mi historia, una historia en la que el dolor y el sufrimiento acabaron por dejar paso a la esperanza.
Os la dedico a todas, a las que estáis pasando por algo parecido, a las que lo habéis vivido, a las que lo habéis conseguido y a las que no lo habéis podido lograr.
Pero sobre todo, se la dedico a mis hijos, mis niños, alimentados de forma diferente pero unidos a mí por el mismo lazo de amor."
http://madresdelaleche.blogspot.com/2011/01/la-cima-de-la-montana-la-experiencia-de.html
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