"El silencio de la noche
me dice una vez más
que en algún lugar te tengo que encontrar
y en silencio cada noche
comienzo a caminar
todavía queda mucho por andar ... hasta el final"
Julia cantaba en silencio el estribillo de una de las canciones del ya desaparecido grupo Sangre Azul, una banda de rock con la que había iniciado su adolescencia.
Dormía junto a su niña de 2 años que, una noche más, se había despertado tantas veces que al final había optado por acostarse con ella para que se sintiera más protegida, pudiera mamar para relajarse y poder así descansar ambas.
Su marido dormía en la habitación contigua, ajeno al movimiento nocturno de la casa. Ajeno, como siempre, a todo lo que sucedía en el hogar. Así que Julia casi disfrutaba más de la compañía de su pequeña en una cama de 90 cm, que en su confortable cama de 1,50 cm, pues sentía que allí ya no era su sitio, como si la persona que ahora la ocupaba fuese un extraño para ella.
Julia se repetía la letra de aquella canción una y otra vez, intentando buscar la manera de encontrar la felicidad. Su hija la hacía inmensamente feliz, eso no lo dudaba. Pero faltaba algo o, más bien, sobraba algo, algo que parecía que la estaba estrangulando día a día, que le impedía desplegar sus alas y volar libre. Algo que sabía dónde se encontraba, pero no sabía de qué forma podía deshacerse de esa losa.
Julia vivía sumida en el más oscuro de los silencios. Sólo con su pequeña volvía a recobrar la energía y vitalidad que a veces creía perdidas. Era su pequeña la que le daba la fuerza necesaria para seguir adelante, para seguir aguantando.
Había intentado en muchas ocasiones (miles, por no decir infinitas) hablar del tema. Pero el poco interés de la otra parte, la desgana por escucharla, el ponerse a la defensiva e ir de víctima mientras ella trataba de explicarse, hacían que Julia optara ahora por guardar silencio. Explicarse ya no servía de nada, era como intentar traspasar un muro infranqueable.
Esa persona a la que tanto había querido, por la que tantas cosas había sacrificado, una vez le había dicho que su relación era como una planta, que había que regar a menudo para que no se marchitase. De eso hacía ya muchos años. Pero esta noche Julia recordaba muy bien esas palabras, pues pensó que en realidad, aquella planta había crecido en el más extenso de los desiertos. Su relación se había forjado con fuego intenso en sus inicios, que muy pronto se convirtió en largos silencios, en monotonía, en rutina, en desgana, en no tener nada en comun, en dos corazones fríos que caminan juntos pero en sentidos opuestos y que, irremediablemente, se alejan cada vez más.
Julia pensaba a quién podía pedir ayuda, pero no podía. Quien podía ayudarla no aguantaría tanto dolor, pues no estaban pasando por momentos demasiado buenos. Y Julia no quería que volvieran a sufrir por su culpa. Ya lo había hecho una vez, cuando se fue a vivir con su ahora marido muy lejos, lejos de donde lo había hecho siempre, y en unas condiciones llamémosle inapropiadas. Julia no podía permitir que de nuevo sus padres revivieran fantasmas del pasado. Y tampoco quería escuchar un "eso ya me lo esperaba", "ya te lo advertí" o algo similar, pues nadie sabía lo que en realidad estaba sucediendo, sólo Julia llevaba esa pesada carga.
Su pequeña se movió de repente, buscando una vez más su pecho en la noche. Julia se lo ofreció contenta, alejando temporalmente los malos pensamientos que agriaban su carácter a diario, para dar paso al sentimiento tan gratificante de ser madre. Acarició suavemente la cabeza de su pequeña mientras ésta volvía a quedarse dormida y, de nuevo, volvió a cantar en silencio aquel estribillo y a repasar, verso a verso, cada estrofa que tan bien reflejaba sus sentimientos, soñando con un mañana mejor.
Dormía junto a su niña de 2 años que, una noche más, se había despertado tantas veces que al final había optado por acostarse con ella para que se sintiera más protegida, pudiera mamar para relajarse y poder así descansar ambas.
Su marido dormía en la habitación contigua, ajeno al movimiento nocturno de la casa. Ajeno, como siempre, a todo lo que sucedía en el hogar. Así que Julia casi disfrutaba más de la compañía de su pequeña en una cama de 90 cm, que en su confortable cama de 1,50 cm, pues sentía que allí ya no era su sitio, como si la persona que ahora la ocupaba fuese un extraño para ella.
Julia se repetía la letra de aquella canción una y otra vez, intentando buscar la manera de encontrar la felicidad. Su hija la hacía inmensamente feliz, eso no lo dudaba. Pero faltaba algo o, más bien, sobraba algo, algo que parecía que la estaba estrangulando día a día, que le impedía desplegar sus alas y volar libre. Algo que sabía dónde se encontraba, pero no sabía de qué forma podía deshacerse de esa losa.
Julia vivía sumida en el más oscuro de los silencios. Sólo con su pequeña volvía a recobrar la energía y vitalidad que a veces creía perdidas. Era su pequeña la que le daba la fuerza necesaria para seguir adelante, para seguir aguantando.
Había intentado en muchas ocasiones (miles, por no decir infinitas) hablar del tema. Pero el poco interés de la otra parte, la desgana por escucharla, el ponerse a la defensiva e ir de víctima mientras ella trataba de explicarse, hacían que Julia optara ahora por guardar silencio. Explicarse ya no servía de nada, era como intentar traspasar un muro infranqueable.
Esa persona a la que tanto había querido, por la que tantas cosas había sacrificado, una vez le había dicho que su relación era como una planta, que había que regar a menudo para que no se marchitase. De eso hacía ya muchos años. Pero esta noche Julia recordaba muy bien esas palabras, pues pensó que en realidad, aquella planta había crecido en el más extenso de los desiertos. Su relación se había forjado con fuego intenso en sus inicios, que muy pronto se convirtió en largos silencios, en monotonía, en rutina, en desgana, en no tener nada en comun, en dos corazones fríos que caminan juntos pero en sentidos opuestos y que, irremediablemente, se alejan cada vez más.
Julia pensaba a quién podía pedir ayuda, pero no podía. Quien podía ayudarla no aguantaría tanto dolor, pues no estaban pasando por momentos demasiado buenos. Y Julia no quería que volvieran a sufrir por su culpa. Ya lo había hecho una vez, cuando se fue a vivir con su ahora marido muy lejos, lejos de donde lo había hecho siempre, y en unas condiciones llamémosle inapropiadas. Julia no podía permitir que de nuevo sus padres revivieran fantasmas del pasado. Y tampoco quería escuchar un "eso ya me lo esperaba", "ya te lo advertí" o algo similar, pues nadie sabía lo que en realidad estaba sucediendo, sólo Julia llevaba esa pesada carga.
Su pequeña se movió de repente, buscando una vez más su pecho en la noche. Julia se lo ofreció contenta, alejando temporalmente los malos pensamientos que agriaban su carácter a diario, para dar paso al sentimiento tan gratificante de ser madre. Acarició suavemente la cabeza de su pequeña mientras ésta volvía a quedarse dormida y, de nuevo, volvió a cantar en silencio aquel estribillo y a repasar, verso a verso, cada estrofa que tan bien reflejaba sus sentimientos, soñando con un mañana mejor.